Ella: Gala Garrido.
Foto: Elisabetta Balasso
Es agradable caminar por el parque una mañana nublada y fría, el verde se derrama en diferentes tonos dejando pinceladas gruesas o sutiles en las altas copas que perfilan el cielo. Algunos azules se escapan de los verdes, saltan, hurgan la humedad para diluirse en diminutas chispas, flotan en espiral, ingrávidos se elevan en torno del tupido follaje. Caminas mientras el aire vaporoso que exhalan los troncos te penetra dulcemente las rendijas del cuerpo, el vacío del alma, y quedas convertida en criatura de humo, en aliento vegetal, en muralla de viento.
Caminar en un parque, un domingo nublado, cuando el color de los árboles desciende como si fuera lluvia; mientras el cielo pálido y acuoso- contenido- no suelta ni una lágrima; caminar viendo los pájaros pequeños que surcan las fisuras sin miedos ni dudas capitales.
Te desplazas entre una humedad que te moja sin ruido, en silencio, escondida, y ni te enteras que se te empapa el rostro, que los brazos transpiran una bruma envolvente y que las pestañas no te dejan mirar porque tejen encajes sobre las pupilas; caminar así en el parque te lleva a una región del mundo donde la claridad es tenue, donde la luz es tímida y perezosa y te acaricia con la voluptuosa insistencia de una gata en celo.
Y empiezas a trotar como si fueras un animal sosegado y fuerte, que concentra toda su sangre en la vida perdurable, como si fueras cualquier animal que vive respirando humedades, oteando la superficie de las cosas, como un animal que ignora la espalda del crepúsculo, animal con piel de fuego donde se inmolan las gotas del rocío, sin saber que es rocío, animal que se mueve de prisa, atravesando el universo en expansión y sin nombre. Como si un animal te respirara hondamente, ahogándose en tu interior, merodeándote, como si sintiera que eres alguna oscuridad o alguna lejanía. Como si un animal te ocupara el vacío, como si te bebiera el alma con su sed. Trotas como un animal dichoso que siente la hierba preñada bajo sus patas, como animal desnudo, inmortal, que de repente vuela y serpentea entre ramas y asciende mirando el abismo que se oculta en la engañosa inocencia de las mañanas nubladas de los parques.
En estos casos puedes oler el parque, su fragancia te asalta la mirada y escuchas un silencio que se acerca con sigilo, la saliva se torna miel espesa y te relames con deleite, en secreto; se te asombra cada sexto sentido con tanto parque perfumado de sombras y oquedades, te atreves a saborearlo, a gustarlo, a meterlo en la boca, a tragártelo íntegro; te alcanza su blandura como una enredadera que trepa desde tus pies hasta el pecho, donde el aire que respiras se convierte en un pozo profundo que te duele, como duele la belleza, como duelen los ojos de las serpientes, como duelen las criaturas que agonizan.
Caminar en un parque, un domingo nublado, cuando el color de los árboles desciende como si fuera lluvia; mientras el cielo pálido y acuoso- contenido- no suelta ni una lágrima; caminar viendo los pájaros pequeños que surcan las fisuras sin miedos ni dudas capitales.
Te desplazas entre una humedad que te moja sin ruido, en silencio, escondida, y ni te enteras que se te empapa el rostro, que los brazos transpiran una bruma envolvente y que las pestañas no te dejan mirar porque tejen encajes sobre las pupilas; caminar así en el parque te lleva a una región del mundo donde la claridad es tenue, donde la luz es tímida y perezosa y te acaricia con la voluptuosa insistencia de una gata en celo.
Y empiezas a trotar como si fueras un animal sosegado y fuerte, que concentra toda su sangre en la vida perdurable, como si fueras cualquier animal que vive respirando humedades, oteando la superficie de las cosas, como un animal que ignora la espalda del crepúsculo, animal con piel de fuego donde se inmolan las gotas del rocío, sin saber que es rocío, animal que se mueve de prisa, atravesando el universo en expansión y sin nombre. Como si un animal te respirara hondamente, ahogándose en tu interior, merodeándote, como si sintiera que eres alguna oscuridad o alguna lejanía. Como si un animal te ocupara el vacío, como si te bebiera el alma con su sed. Trotas como un animal dichoso que siente la hierba preñada bajo sus patas, como animal desnudo, inmortal, que de repente vuela y serpentea entre ramas y asciende mirando el abismo que se oculta en la engañosa inocencia de las mañanas nubladas de los parques.
En estos casos puedes oler el parque, su fragancia te asalta la mirada y escuchas un silencio que se acerca con sigilo, la saliva se torna miel espesa y te relames con deleite, en secreto; se te asombra cada sexto sentido con tanto parque perfumado de sombras y oquedades, te atreves a saborearlo, a gustarlo, a meterlo en la boca, a tragártelo íntegro; te alcanza su blandura como una enredadera que trepa desde tus pies hasta el pecho, donde el aire que respiras se convierte en un pozo profundo que te duele, como duele la belleza, como duelen los ojos de las serpientes, como duelen las criaturas que agonizan.
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